Al oído de Cristo
a Arturo Torres Rioseco
I
¡Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!
A la cabecera de sus lechos eres,
sí te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta,
No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco,
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.
Porque como Lázaro "ya hieden, ya hieden",
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
II
Aman la elegancia de gesto y color,
y en la crispadura tuya de] madero,
en tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
les parece que hay exageración
y plebeyo el gusto; el que Tú lloraras
y tuvieras sed Y tribulación
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.
Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia Y refresca;
tienen una boca de suelto botón
mojada en lascivia, ni firme ni roja;
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón!
III
¡Oh Cristo!, un dolor les vuelva a hacer viva
Palma que les diste y que se ha dormido,
que se la devuelva honda y sensitiva,
casa de amargura, pasión y alarido.
¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan
tal como se parten frutos y gavillas;
llamas que a su gajo caduco se prendan,
llamas como argollas y como cuchillas!
¡Llanto, llanto de calientes raudales
renueve los ojos de turbios cristales
y les vuelva el viejo fuego del mirar!
¡Retóñalos desde las entrañas Cristo!
Si ya es Imposible, si Tú bien lo has visto,
si son pajas de eras... ¡desciende a aventar!
Gabriela Mistral
Desolación, 1922
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